Hace que no escribo desde el puto 2022. Qué cosas, ¿eh? Vi una entrada en la Frikoteca y, no sé, me dio el venazo. “Bah, venga, hablo un rato de libros, qué más da.” Total, igual tardo otros dos años en soltar otra chorrada por aquí, pero bueno, mejor algo que nada, ¿no? XD. Y de todas formas esto se va a hundir en el fondo del océano digital, así que… para qué preocuparse.
No voy a ponerme a hacer gilipolleces de Topsters ni movidas de esas para meter portaditas, paso. Los cómics tampoco, que eso sería jugar sucio y tendría que meter otros veinticinco títulos más. Y no todo lo que voy a exponer son joyas literarias. Son solo libros que a mí, en lo personal, me dejaron marca de una forma u otra. Mis comentarios van más de eso que de “oh, la calidad literaria”. Que además son títulos que conoce hasta tu abuela, así que nada, al lío:
1. Mitología Griega y Romana – Jean Humbert
Esto lo leía de crío, tan pequeño que ni me acuerdo la edad. Mi favorito era Ajax. Ese no se arrodillaba ante los dioses ni mierdas, lo suyo era ganarse todo a pulso. Nada que ver con el pringao de Hércules, el niño mimado de los dioses. Ajax me gustaba porque era él y punto. Igual por eso me identificaba: un tío a su bola, hasta que claro, los dioses se mosquean, le funden el cerebro y acaba haciendo el payaso… y luego viene la resaca. Historia de mi vida, vaya.
2. El Corsario Negro – Salgari
Yo creo que todo niño tiene un momento de venazos con los piratas (gracias Monkey Island). Pillé este libro y me lo bebí en una sentada. Buen arranque, sí, pero luego a Salgari se le fue la flapa y sacaba corsarios hasta en color fosforito. El primero aún lo veo interesante para enganchar a un crío a la lectura. Pero claro, la historia quedaba coja, y eso me tocaba los huevos. Si hubiese leído En Costas Extrañas de Tim Powers en esos años, lo hubiese preferido mucho más, pero nah… eran tiempos pre-internet y era lo que había en casa.
3. El Hobbit – Tolkien
Este lo tengo maldito. Siempre acabo leyéndolo en malos momentos, como si fuese clavarme un clavo en la mano para ver si sigo vivo. He tenido tres o cuatro ediciones, todas perdidas. La última, la anotada, se fue a la mierda en la inundación de mi casa. Desde entonces ni lo compro. Me encanta, sí, pero es como un talismán torcido. Eso sí, de niño me daba gusto leer un cuento que no me trataba como retrasado... No como El Principito o Momo, que para mí eran una tomadura de pelo.
4. El Señor de los Anillos – Tolkien
Me lo zampé después del Hobbit y claro, pasas de un cuento a una puta epopeya seria, con todo el pack. No era lo que esperaba, pero me voló la cabeza igual. Lo leí cinco o seis veces, siempre descubriendo nuevos matices. Me recuerda a mis abuelos: fueron ellos los que me regalaron mi primer juego de rol. Y en cada Navidad caía algo de Tolkien. Buenos recuerdos, sí.
5. Los Hechos del Rey Arturo – Steinbeck
Este me pilló por sorpresa. No sabía lo bueno que era hasta que leí otras versiones y vi la diferencia. Steinbeck hizo aquí un trabajo fino, aunque se quedó sin final decente. La movida de Merlín encerrado por Morgana me dejó tocado durante años. En mi casa también había un Caballero Verde, pero luego mis padres se divorciaron y ese libro voló junto con mi viejo. Supongo que se lo llevó para leer mientras buscaba el Grial. Desde entonces, poco Arturo me queda.
6. El Nombre de la Rosa – Eco
Llegué por la peli y el juego de Spectrum, La Abadía del Crimen. Tenía 12 o 13 años y me comí páginas y páginas de interminables citas en latín con apéndices. Ni puta idea de cómo lo hice. Hoy no tengo esa paciencia. Pero agradezco al chaval motivado que fui por descubrir un medievo lleno de peste, barro y miedo a Dios. Mi interés por Warhammer viene de ahí, fijo.
7. Estudio en Escarlata – Conan Doyle
Sherlock, colega. Un detective yonqui metido en el Londres victoriano, ¿cómo no iba a flipar un crío? Me enganchó tanto que me metí en vena toda la colección de Doyle en semanas. Eso explica que ahora no vea un carajo de lejos. Me molaba Colombo también, pero claro, Sherlock tenía estilo y una voz que no parece de Barrio Sésamo. Para mí, ese Londres era humo de pipa, sebo y alcohol. Una postal romántica de la peste de 1858, y en mi cabeza sonaba espectacular.
Eran los ochenta, había punk en el aire, y esos libros me sabían a libertad y a infancia bien invertida.
8. Miguel Strogoff, el Correo del Zar – Julio Verne
Este lo pillé ya un poco más mayor. Yo pensaba que “Strogoff” era una salsa rara para echarle a la carne, imagínate. Pero no: era un cabrón de hierro, decidido, que no se dejaba frenar por nada. Ese momento brutal en el que le queman los ojos con un sable al rojo… Eso se te queda en la cabeza para siempre. Era un libro de aventuras con valores que yo ni olía en mi casa. Strogoff me sirvió de brújula moral durante un buen tiempo.
9. Los Niños de la Estación del Zoo – Christiane F.
Uno de mis eternos favoritos. Christiane F. es, fuera bromas, una de mis grandes heroínas. El libro es su historia: una cría que se mete en el mundo de las drogas demasiado pronto, con una familia que la ignora hasta que ya es demasiado tarde. Mucha gente dice que va de drogas, pero quienes hemos vivido intensamente sabemos que hay un pedacito de Christiane en cada uno de nosotros. Esa sensación de abandono, de vacío, de arrojarte al vacío porque nadie te tiende la puta mano. Ella aún sigue viva, a día de hoy, aunque más cascada que el motor de un Seat Panda. Encontró cierta calma. Y sí, es un libro que deberías leer por lo menos una vez, porque nunca se olvida a pesar de su pésima traducción al español.
10. Crash – J.G. Ballard
Aquí ya entramos en terreno interesante. Un grupito de fetichistas que se pone cachondo con los accidentes de coche. Así, tal cual. Es incómodo de leer, y justo por eso me encanta. Porque te obliga a moverte por dentro, te incomoda, te tira al barro. Sirve hasta de terapia. Ballard sabía lo que era ver de cerca el horror: no olvidemos que este tío es el protagonista real detrás de la historia de El Imperio del Sol. Y se nota, porque escribe desde la herida. El libro es existencial, perturbador. Hay peli, sí, pero el libro es mucho más crudo. Es como morder un limón con los dientes, que te arruga toda la cara… pero repetirías.
11. American Psycho – Bret Easton Ellis
Esto es otro viaje incómodo, pero necesario. Patrick Bateman, yuppie de mierda con traje caro, tarjetas de visita perfectas y una mente podrida hasta el tuétano. Es leerlo y sentirte atrapado en su cabeza enferma, donde todo es consumo, vacío y violencia gratuita. La gente se quedaba con lo del gore, pasando por alto esa rutina, ese capitalismo demente donde todo da igual mientras brille. Es un espejo que te devuelve lo peor de ti, y por eso me resulta fabuloso. La peli es divertida, pero el libro te hace sudar, como si tuvieras una rata dentro del cráneo.
12. 1984 – George Orwell
Este me entró como una hostia en la boca plena adolescencia. El Gran Hermano mirándote hasta cuando meas. Control, vigilancia, la realidad torcida por el poder hasta que ya no sabes si el dos más dos son cuatro o lo que ellos digan. Un libro que te deja paranoico, la verdad. Como si cualquier cosa fuese manipulación. Pero también me dio ese toque de rebeldía, de decir: “no voy a tragarme toda la mierda que me sirvan.” Winston Smith no es héroe, solo un pobre diablo intentando agarrarse a un trozo de humanidad. Y al final, claro, se lo llevan por delante. La derrota es total, y eso te marca como un hierro al rojo, como a Miguel Strogoff en toda la cara XD.
13. El Perfume – Patrick Süskind
Grenouille es un monstruo que huele mejor que nadie, pero huele a podrido por dentro. Ese París apestando a mierda, sudor y ratas me parecía tan real que casi me llegaba el hedor por las páginas. Es un libro raro, enfermizo, obsesivo. Me encantaba esa idea de que alguien pudiera dominar a los demás solo con el olfato. Era como un superpoder putrefacto de Nurgle. Y el final, con la multitud devorándolo como si fuese un santo es maravilloso. Os he metido un spoiler del copón, si. De nada.
14. La Naranja Mecánica – Anthony Burgess
Alex y sus drugos, ultraviolencia, leche-plus y un idioma inventado que se te queda pegado al cerebro. Todavia sigo utilizando expresiones como "quijotera", no sólo por el libro sino también porque mi mujer la usa mucho. Cuando lo leí parecía que me estaba metiendo en una secta. Un libro incómodo, brillante, que se burla de la idea de “rehabilitar” a alguien a hostias psicológicas. La violencia aquí es puro arte sucio, una especie de danza punk antes de que existiera el punk. Burgess te da una patada en los huevos y encima le das las gracias.
15. Trainspotting – Irvine Welsh
Este me sabe a mi pandilla de siempre: colegas borrachos, pasados de farlopa o ambas cosas a la vez. Ya no nos vemos; quedamos cuatro gatos, pero cada página me recuerda a nuestras anécdotas del instituto, a los días de caos y noches de agujero negro. Si puedes, léelo en escocés original: ahí es donde Welsh sangra de verdad, y mucho se pierde en la traducción. Welsh escribe desde dentro de la mugre humana, y por eso lo respeto tanto. Para mí este libro es adolescencia pura: lo descubrí de chaval, casi a la vez que la peli, y me removió todo lo que estaba viviendo. No son recuerdos bonitos, pero sí identitarios, como un Colacao caliente que igual quema, pero sabes que es tuyo.
16. Into the Wild – Jon Krakauer
Aquí va la historia de un tío que lo manda todo a la mierda: familia rica, futuro cómodo, toda esa basura prefabricada. El tío se larga sin decir ni pío, rumbo al Yukon, atravesando el frío del norte hasta colarse en Alaska. La última frontera, donde la naturaleza no te perdona nada. Cuando era niño fantaseaba con la idea de desaparecer en el sudeste asiático en plan, "...y nunca más se supo lo que se hizo de él". El tipo tuvo los huevos de vivir como quiso, aunque el precio a pagar fuese alto. Muchos lo llaman gilipollas, ingenuo, lo que sea. Para mí fue alguien que se atrevió a no ser un engranaje más. Tal vez no acabó como esperaba, pero coño, vivió bajo sus propios términos. Y eso, para mí, significa poder y respeto.
17. El Extranjero – Albert Camus
Meursault es el antihéroe definitivo: un tío que mata a placer, que no siente nada, que no llora ni en el entierro de su madre. Y aun así, entiendo su vacío. Lo leí y pensé: “la vida a veces es exactamente esto: absurda, sin explicaciones.” Es un libro que no te consuela, te deja frío, seco, pero también libre. Camus no te vende cuentos: te muestra que al final todos vamos al mismo sitio, y que lo único que importa es cómo llevamos la nuestra propia condena.
Este no entra en la colección para hacer bonito, entra porque es un recordatorio brutal de que el arte y la vida están cortados por la misma tijera oxidada. Joseph Bau —prisionero número 69084, superviviente del gueto de Cracovia y de varios campos, y protagonista real de una de las escenas más brutales y hermosas reflejadas en La lista de Schindler (si, la escena de la boda) — derrama su historia sin trampa ni cartón: humor negro que te rompe la mandíbula, amor clandestino que sabe a ceniza, y una humanidad que se niega a desaparecer aunque todo alrededor grite lo contrario. Esto no es inspiración barata: es la vida cruda en su forma más honesta. No sé por qué no es de lectura obligatoria en las escuelas.
19. El Principito – Antoine de Saint-Exupéry
Vale, aquí me cabreo. Lo odio y lo respeto a la vez. Cuando lo leí de crío, me parecía condescendiente, como si el autor me hablara desde arriba con voz de profesor pedante. “Ay, los adultos son raros, ay, cuida tu rosa.” Qué hijo de la gran puta. Pero con los años entendí que tiene capas, que detrás de esa cursilería hay duras verdades. Aun así, sigo prefiriendo libros que no me traten como un pavo con superávit de cromosomas.
20. Los Tres Mosqueteros – Alexandre Dumas
Espadazos, vino barato y camaradería hasta la muerte. Es aventura pura, pero también una oda a la amistad, esa que uno cree eterna y que al final casi nunca dura. Mi personaje favorito era Milady de Winter. Su muerte estuvo a la altura de las circunstancias, pero me también me impactó por su crudeza y su brutal machismo. Siempre me han resultado entrañables los personajes más malvados.
21. Un Caballero en Moscú – Amor Towles
La historia de un aristócrata ruso condenado a vivir encerrado en un hotel de lujo mientras afuera el mundo cambia a hostias. Podría sonar aburrido, pero no: es brillante, elegante, lleno de ironía. El conde Rostov se convierte en un maestro zen de la reclusión, y yo lo leía pensando en todas las veces que me sentí preso de mi propia vida, aunque mis barrotes fueran invisibles. Es un libro que te enseña a sobrevivir con clase incluso en tu jaula. Lo leí no hace tanto tiempo y no me arrepiento de haberle dedicado cada segundo en mi viejo empleo de vigilante.
22. El Camino Estrecho al Norte Profundo – Richard Flanagan
Prisioneros australianos construyendo un ferrocarril para los japoneses en la jungla, sudor, sangre y muerte. Lo leí y sentí el calor húmedo pegándose a la piel, la desesperación de estar atrapado en un infierno verde. Pero también encontré poesía en medio del dolor: el amor, la memoria, la culpa. Es un libro duro, como tragar cristales, pero te deja claro que la belleza más profunda muchas veces nace también, del sufrimiento más extremo.
23. ¡Guardias! ¡Guardias! – Terry Pratchett
Y de repente, algo de humor. Un respiro en medio de tanta oscuridad. Pratchett me enseñó que la fantasía podía ser también sátira, carcajada y crítica social. La Guardia de Ankh-Morpork es un grupo de desgraciados que, de algún modo, terminan salvando el día. Yo me reía a carcajadas mientras leía, pero al mismo tiempo entendía que ahí había una radiografía perfecta del poder, la corrupción y el absurdo humano. Es como si Andrzej Sapkowskiy Monty Python hubiesen tenido un hijo pródigo.
24. El Misterio de Salem’s Lot – Stephen King
El mejor King en estado puro: un pueblo tranquilo que poco a poco se convierte en un nido de vampiros. Cuando lo leí me atrapó más la atmósfera que los colmillos. Esa sensación de que lo cotidiano se desmorona y todos los vecinos, esos que saludabas en la tienda, acaban transformándose en una perversión de lo reconocible. Lo devoré con placer, como quien mete la mano en el fuego porque no puede evitarlo. Es un título de estos que cuando los terminas piensas, bueno y ahora, ¿qué puñetas leo?
25. Damnable Tales: A Folk Horror Anthology
Un puñado de cuentos oscuros, retorcidos, llenos de bosques que parecen tragarse a la gente y pueblos donde mejor no preguntar demasiado. También podría haber hablado de los números de Weird Tales editados por la Boutique de Zothique pero elegí este libro porque siempre me atrajo esa sensación de que lo rural puede ser más terrorífico que cualquier ciudad. Me gustan las viejas películas de la Hammer, de Peter Cushing o Vincent Price. Es como si detrás de cada granero hubiese un dios viejo esperando a que la cagues. Algunos relatos me parecieron obra maestra, otros puro relleno, pero el conjunto me dejó esa sensación de que la naturaleza, cuando quiere, se cansa de ti y te hace desaparecer. Muy recomendable.
Conclusion
Al final, todos estos libros no son solo títulos, son cicatrices de papel. Son tatuajes. Cada uno en un momento distinto me enseñó algo que los adultos a mi alrededor nunca supieron darme: determinación, camaradería, belleza en la miseria, risa en la derrota, o simplemente el consuelo de saber que no era el único en el planeta. Leerlos fue como tener una banda de colegas invisibles, algunos héroes, otros yonquis, otros monstruos, pero todos ellos necesarios.
Si tuviera que resumirlo, diría que la literatura me salvó, igual que un whisky barato el fin de semana o la música mal grabada en casetes: me sostuvo en épocas donde no había absolutamente nada más.
Estos libros son mi mapa, son quienes me hicieron quien soy. Soy consciente de que no son una colección bonita para presumir, son herramientas. Algunos me enseñaron a reírme del desastre, otros a soportarlo, y algunos pocos pocos a no rendirme. Por eso los guardo, aunque estén viejos o cogiendo moho por ahí. Porque sin ellos, yo no sería yo.